San Carlos Minas: se cumplen 30 años de la inundación mas grande de la región
El desborde del arroyo Noguinet dejó 36 muertos y un tercio de las viviendas arrasadas o seriamente dañadas. El recuerdo de Abelardo Torres, quien perdió a tres miembros de su familia, y de Dora Heredia, quien dio a luz en medio del alud.
Treinta años después de la peor tragedia hídrica que se recuerde en la provincia de Córdoba, que dejó 36 muertos y la destrucción parcial de la localidad de San Carlos Minas, Abelardo Rosendo “Tití” Torres (63) confiesa que le cuesta comprender lo que sucedió aquel Día de Reyes, cuando perdió a tres miembros de su familia.
Aquella jornada negra, la intempestiva y descomunal creciente del arroyo Noguinet, que cruzaba el pueblo (su curso fue canalizado y desviado posteriormente), se llevó a su papá, a su mamá y a su hermana Carmen “Chula” Torres (29), maestra y amante de la naturaleza.
“Lo entiendo, pero no me resigno”, dice “Tití”, debajo de la sombra de la enorme parra del patio de su casa, ubicada en el que fue el epicentro del mayor caudal del arroyo que entró desbocado a la pequeña localidad de 950 pobladores del noroeste cordobés, a las 9 de la mañana del 6 de enero de 1992.
Torres vivía en aquel entonces a pocas cuadras de la plaza Pío Angulo de este pueblo cabecera del departamento Minas, a 200 kilómetros de la ciudad de Córdoba. La lluvia lo encontró en su casa con su mujer y su bebé, a dos cuadras de la vivienda paterna.
Más o menos a la misma hora de aquel fatídico día, Dora Heredia (52), otra vecina de San Carlos Minas, entró en trabajo de parto y trajo al mundo a Orlando, su primer hijo. El niño nació en el mismo momento en que el torrente incontrolable derrumbaba casas y se cobraba vidas.
La mujer rompió bolsa en medio de la lluvia torrencial y alcanzó a llegar al hospital municipal, ya que estaba semi inundado. Dora dio a luz en la sala de espera, con el agua al borde de la camilla y con los médicos mojados hasta la cintura.
Las causas
La destrucción que provocó el desborde del Noguinet puede reconstruirse a través del relato de sus habitantes, además de los informes oficiales y las crónicas periodísticas de la época.
El aluvión tiene en cada casa su historia. Hubo 36 fallecidos, murieron familias enteras, cuatro cuerpos nunca aparecieron y algunos cadáveres recorrieron 20 kilómetros hasta desembocar en el dique Pichanas.
Casi un tercio de las viviendas de entonces (había 350 en el pueblo) fueron arrasadas (100) o cubiertas de lodo (72) en una superficie de 1,5 kilómetros cuadrados.
El alud se llevó los dos puentes carreteros y arrasó la infraestructura de servicios. Durante varios días, quedaron aislados, sin energía eléctrica, agua potable ni teléfono.
La alerta al exterior se dio a través de las localidades cercanas. En San Carlos recuerdan, por ejemplo, la ayuda inconmensurable de Salsacate a sus vecinos caídos en desgracia. El último llamado de auxilio se hizo desde la parroquia Inmaculada Concepción.
La causa judicial que investigó los hechos determinó que el desastre fue provocado por la conjunción de factores climáticos y de infraestructura.
El expediente incluye la investigación realizada por Osvaldo Barbeito y Silvio Ambrosio, del Conicet y del Centro de Investigaciones Hídricas de la Región Semi Árida (Cihrsa), que indica que el aluvión se originó por una intensa lluvia que afectó unos 400 kilómetros cuadrados, sobre las cuencas de los ríos Vilches, Noguinet, Los Barreales y San Guillermo.
Esa madrugada, durante seis horas, cayeron 240 milímetros de agua en la cuenca alta y 204 en la baja.
Dicho informe constató que el agua corrió por el antiguo cauce y que la principal causa de la catástrofe fue la incorrecta localización de los barrios y del puente carretero.
“Mi papá toda la vida me decía: ‘Mijo, no se le vaya a ocurrir edificar acá porque cualquier día, cuando se desborde el arroyo, nos va a llevar a todos. ¡Y mire lo que es la vida! Él murió ahogado, con mi mamá y mi hermana”, dice Torres.
Nacer en la tormenta
Aquel 6 de enero, la gente se despertó con el sonido penetrante de las sirenas de la Policía y de las campanas de la Iglesia que hizo repicar hasta el cansancio el cura Raúl Martínez, para alertar que la creciente que asomaba podría ser descomunal y, tal vez, trágica.
El sacerdote había sido testigo ocular de la correntada feroz que se elevaba abierta en dos brazos a la entrada de la localidad, como un muro líquido de varios metros de altura que se dirigía al corazón del pueblo. Lo que vio lo impresionó, por lo que decidió colgarse del badajo y despertar a todos.
Una hora después, alrededor de las 10 de la mañana, en la zona alta, el agua llegaba a la mitad de las viviendas; y en las bajas, a las azoteas.
La gente se trepó a los techos y vio lo que nunca hubiera pensado que iba a ver: un torrente que devoraba vidas, desplomaba casas y se llevaba todo.
En ese momento, la parturienta Dora Heredia hacía su mejor esfuerzo en una camilla que parecía una isla, rodeada de agua: su hijo Orlando estaba en camino.
“Cuando llegué al hospital, las enfermeras sacaron las cosas de la sala de parto y me atendieron en la sala de espera. El agua estaba llegando al tope de la cama. Ahí me di cuenta de que era grave lo que pasaba afuera. Me decían: ‘Si no te apurás a tener el bebé, se nos inunda todo’”, cuenta Dora. La mujer recuerda que, aunque estaba atontada, escuchó el llanto del niño y los gritos que se colaban a través de las ventanas.
Orlando nació de parto natural e inmediatamente los dos fueron trasladados a la casa del médico para los cuidados de rigor y luego ser derivados a Mina Clavero para las atenciones posparto. “Fue un momento fuerte y triste porque murió mucha gente amiga. Cuando nació, no sabía si festejar o no festejar”, relata esta madre de seis hijos.
El agua lo devoró todo
Se estima que el caudal del Noguinet llegó a la increíble cifra de 1,9 millones de litros por segundo (1.900 metros cúbicos). La cantidad impresiona si se la compara con el del río Ctalamochita (el más caudaloso de Córdoba), con un promedio de 27 mil litros por segundo (27 metros cúbicos). Se calcula que inundó 1,5 kilómetros cuadrados: casi todo el pueblo quedó bajo las aguas.
“Tití” Torres vivía a una cuadra y media de la casa de sus padres. “Ese día empezó mal. Llovía y llovía. A las nueve menos cuarto, sonaron las sirenas y las campanas. ‘Algo raro hay’, pensé. Nos alertamos y al poco rato empezó a subir el agua”, cuenta.
El arroyo insignificante que por entonces contorneaba el pueblo aparecía furioso, como un espectro, transformado en una avalancha de agua y barro que arrasaba con personas, casas y autos como si fueran barquitos de papel. “Salvé a unas 10 personas”, recuerda Torres. Entre ellos, estaba Cristian Alberto, su hijo de cuatro meses.
“El agua le pegó a mi mujer, trastabilló y se le cayó el bebé, metí la mano dentro del agua y lo agarré de la ropita. Me asomé a la puerta y lo tiré para arriba del techo”, relata.
El niño no sufrió ni un rasguño. “¿Quién lo recibió en el techo? No sé. Dios o un ángel”, piensa el policía jubilado.
Hasta conocer la propia desgracia familiar, Torres fue testigo de escenas que no hubiera querido ver ni en sueños: gente devorada por la corriente o aferrada semidesnuda a los árboles, resistiendo. Sobreviviendo.
“Tití” dice que desde el principio y en todo momento pensaba cómo estarían sus padres. Dos horas después, cuando el agua comenzó a bajar, corrió a visitarlos. “Estaban dos hermanos y me dicen: ‘Se fueron el papá, la mami y la hermana’”, relata.
Los hechos fueron, en extremo, dramáticos. La madre y dos hermanas lograron subir al techo, pero el padre, postrado en silla de ruedas, quedó en la planta baja; no lo podían alzar.
“En un descuido, mi mamá se largó del techo a buscar a mi papá y el agua la llevó. Mi hermana le dijo: ‘Mamá, no te vayas’, y se tiró a ver si la socorría y también la llevó. Mi mamá, para salvar a mi papá; y mi hermana, para salvar a mi mamá”, resume Torres. Cuenta que “Chula”, su hermana, era buena atleta y resistió agarrada a una morera casi una hora, según lo que contó después un vecino, hasta que el agua arrancó de cuajo el árbol y la arrastró.
El cuerpo de la mamá fue hallado a 50 metros de la casa; el del padre, en el campo, y el de la hermana nunca apareció.
Abelardo Torres narra su historia tranquilo, ya en paz. Dice que lo peor fue ver la hilera de cuerpos de amigos, familiares y vecinos depositados en un aula de la escuela primaria que ofició de morgue improvisada, y que no puede olvidar el carro que partió con los difuntos al cementerio ni la desolación de la gente.
“Yo, entonces, trabajaba en las fuerzas de seguridad y me tocó rescatar cadáveres. Muy triste. En ese momento, estaba shockeado, no sabía qué pasaba, pero después pasaron los días y se veía lo que iba sucediendo. Gracias a Dios, con fortaleza fuimos saliendo de a poquito. ¿Qué pasó después con el pueblo? Nos unimos más, nos hicimos más fuertes. Fue un llamado de atención, más que todo”, piensa.
Fuente: Lavoz.com